Milena Heinrich
Rescatar, registrar, conservar y dar cuenta de un relato dinámico e inclusivo de los procesos socioculturales en la Argentina y la región, son los condimentos de los museos de antropología de todo país, desplegados cada uno con su estilo por todo el territorio, aunque con un horizonte compartido: traer a la actualidad la memoria oral así como hablar del pasado y del presente.
Alejados de preocupaciones estéticas y lujosas obras de arte, los museos con este recorte disciplinario se acercan más a la idea de espacios universitarios o incluso templos sagrados, no sólo por conservar un diverso abanico cultural y generacional de piezas arqueológicas sino por ser una eminente fuente de preguntas, tanto para público en general como para profesionales del campo.
Algunos caben en pocas salas, como el Nacional del Hombre, o tienen grandes instalaciones, otros se erigen como puntos turísticos -los casos de Salta y Córdoba-, y también están aquellos silenciosos en la marea urbana, como el Etnográfico Juan B. Ambrosetti en pleno casco de la Manzana de las Luces, pero lo cierto es que todos conviven bajo un mismo signo, la antropología.
En palabras de Mirta Bonnin, directora del Museo de Antropología de la Universidad Nacional de Córdoba, instituciones como éstas «tienen la impronta de la disciplina en cuanto a su mirada de los `otros`, sin preconceptos ni prejuicios, amplia, respetuosa, reflexiva, curiosa de la diversidad humana en todos sus componentes culturales y biológicos».
También Andrea Pegoraro, secretaria académica del Museo Etnográfico Ambrosetti, suma a esta idea: «La mirada no está puesta sobre lo estético o artístico sino sobre costumbres y prácticas culturales; es un enfoque social sobre la diversidad de sociedades, de culturas, de valores, porque uno no puede pensar nuestra sociedad sin hablar de la diversidad tanto del presente como del pasado».
María José Fernández, a cargo del Museo Nacional del Hombre, grafica esta explicación retomando las palabras introductorias de la muestra permanente del espacio que dirige, «nuestro museo quiere compartir la realidad de las poblaciones indígenas del país, sus historias, sus conflictos, dando cuenta de la diversidad cultural existente tanto en el pasado como en la actualidad».
En esta línea, Bonnin comenta que lo particular de esta perspectiva es que «le interesa lo grande pero también lo pequeño, lo cotidiano; pensar y entender la historia incluyendo a esos otros generalmente olvidados de la trama oficial, los pueblos originarios pero también los afrodescendientes, los desaparecidos, los jóvenes pobres» y construir «un relato inclusivo».
Justamente en el Museo Nacional del Hombre, inaugurado en 1981 y con sede en el barrio porteño de Belgrano, un montón de elementos -se exhibe sólo el 8 por ciento del patrimonio- que representan la vida cotidiana, la obtención de recursos y expresiones culturales dan forma a su exposición permanente, una puesta en valor de pueblos que habitaron y habitan el territorio (wichi, yamana, guaycurú, entre otros).
«Todo lo expuesto es sobre Argentina, sus diferentes regiones geográficas, distintos momentos en el tiempo, grupos que son analizados por la arqueología previo a la llegada de la conquista española y otros grupos que viven en diversas regiones de nuestro país aún», señala Fernández acerca de la colección permanente del espacio que depende del Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano.
En materia de orígenes, el Etnográfico, que se desprende de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, fue uno de los primeros en marcar el terreno. Fundado en 1904, su creación, explica Pegoraro, «representó una nueva perspectiva en el ambiente científico sudamericano, ya que por primera vez los estudios antropológicos se independizaban del ámbito institucional de las ciencias naturales».
Hecho para nada menor si se tiene en cuenta que hasta no hace mucho el espíritu de estos espacios soplaba para otro lado, y a las sociedades precolombinas se la presentaba como muertas, estáticas: cómo contar la cultura era la gran pregunta. La respuesta parece haberse consolidado con la puesta en valor de la diversidad sociocultural, teniendo en cuenta su dinamismo, actualidad y presencia cotidiana.
«Las muestras quieren destacar la existencia de poblaciones prehispánicas en el actual territorio nacional y en países de América del sur; además de dar cuenta de la dinámica de los procesos históricos y sociales de las poblaciones originarias y su relación con poblaciones de origen europeo», detalla Pegoraro.
Con piezas de todo el mundo, -suman más de 80 mil- el Ambrosetti, es una parada que vale la pena recorrer, principalmente, por «sus colecciones arqueológicas provenientes del Noroeste argentino y de la Patagonia, los textiles y las cerámicas precolombinas andinas, las colecciones etnográficas del Chaco, las tallas de África y Oceanía», por destacar algo de la inmensidad de su patrimonio.
Ya en el interior, visita obligada merecen el Museo de Antropología de Salta, el de Alta Montaña en la misma provincia o en Tilcara el Arqueológico Eduardo Casanova, también dependiente de la UBA, por nombrar algunos. En Córdoba, el de Antropología de la Universidad Nacional suma a este recorte de instituciones con una colección que alcanza las 200 mil piezas.
El patrimonio, cuenta su directora, «tiene relación con la región y con la historia de las investigaciones antropológicas que dieron como resultado esa colección, esto último es un hilo conductor. Con ello lo que hacemos es contar que hubo y hay investigaciones en Córdoba, descentralizando el relato metropolitano difundido desde los centros tradicionales de La Plata y Buenos Aires».
Para materializar esos relatos, están los objetos arqueológicos -en su mayoría provienen de trabajo de campo-, elementos que como define Bonnin «adoptan múltiples valores: simbólicos, identitarios, críticos, didácticos. Tienen valores propios como son su antigüedad, su procedencia cultural, pero las investigaciones hace que puedan hablar de muchas otras cosas».
En esta línea, Fernández insiste sobre la variedad de sentidos de las piezas a diferencia de lo que «podría pasar en otra clase de museos, aquí el primer tipo de valor no es económico, muchos son documentos que explican cuestiones del pasado», mientras que por su parte Pegoraro condensa que «cada objeto es un testigo de la cultura que lo hizo, nos hablan de la gente que vivió en el pasado sus prácticas, formas de vida, costumbres».
Traer a la actualidad la memoria oral de sociedades que habitaron y habitan estas tierras y resarcir a esa Argentina originaria a veces olvidada, son propuestas más que interesantes para recorrer los museos de Antropología, espacios que dan cuenta del pasado y del presente de esta geografía y que además están siempre moviéndose al ritmo de las investigaciones disciplinarias.