Las decisiones de consumo están regidas por un repertorio de circuitos neuronales que la neurociencia y otras disciplinas afines se ha ocupado de descifrar para iluminar nuevas hipótesis que el investigador Federico Fros Campelo delinea en su obra «El cerebro del consumo», donde analiza desde los alcances de la publicidad subliminal hasta la influencia de la memoria emotiva en la elección de un producto.
«El cerebro del consumo» (Ediciones B) ofrece una perspectiva hasta ahora poco explorada sobre el avance de las neurociencias: mientras la mayoría de los ensayos ponen el foco en nuevos avances como la posibilidad de medir el grado de excitación de las neuronas frente a un estímulo, el trabajo de Fros Campelo está enfocado en la manera en que esa nueva disponibilidad está al servicio también de los departamentos de marketing de las empresas.
¿Tienen los consumidores una cuota de responsabilidad sobre el éxito de las estrategias de marketing en tanto se le exigen a los productos utilidades que van más allá de su función y satisfacen deseos más profundos? La publicidad lleva a consumir un artículo por cuestiones ajenas al sabor, el aroma o la calidad: según el autor de «Ciencia de las emociones» y «Mapas emocionales», la pulsión de «pertenecer a la manera» es decisiva a la hora de evaluar hábitos de compra.
En su tercer ensayo, el ingeniero industrial y profesor universitario analiza las estrategias subliminales que aplican las marcas para vender más y los nuevos recursos que aprovechan el poder de las redes sociales.
«Las redes hacen que terminemos encandilados por la aparente superioridad de la felicidad de los otros y nos llevan a competir: terminamos contribuyendo a promover un malestar comparativo generalizado», destaca Fros Campelo.
– ¿Cómo se explica el consumo desde el punto de vista del cerebro: es un placebo, una maniobra escapista para escapar de la angustia de la temporalidad?
– La sociedad global contemporánea en la que estamos viviendo es una sociedad de consumo, por lo tanto el conocimiento de nuestras decisiones de consumo lleva en definitiva al entendimiento de nuestros más íntimos procesos cerebrales de pensamiento y motivación.
Entender cómo funciona el cerebro ya dejó de ser cosa exclusiva de médicos o psicólogos. Hoy en día es tarea obligada para todas las disciplinas: desde la economía, pasando por las políticas públicas hasta llegar al marketing, esto último a efectos de generar una sociedad más astuta y bajo contenciones éticas.
– En el libro desplegás la hipótesis de que las marcas se valen de cierta maleabilidad del consumidor para generar memorias falsas y modificar hábitos de consumo ¿Cómo logran este cometido en apenas segundos de pauta publicitaria?
– La publicidad subliminal funciona. Sólo que no es lo que creíamos que era. Hace unas décadas se logró popularizar que lo subliminal se trataba de mostrar una imagen en pantalla, intercalada entre las secuencias filmadas de la tele o del cine, por un período de tiempo lo suficientemente corto como para que no la advirtamos de manera consciente.
Este «temible» lavado de cerebro en verdad no existe ¿Pero entonces en qué consiste la publicidad subliminal? Se trata de influir en nuestras preferencias, en nuestras decisiones de compra y en nuestros comportamientos a través de la activación de determinados circuitos cerebrales que por supuesto no sabemos que tenemos.
– Lo emocional, lo saludable y lo vintage están de moda, del mismo modo que es tendencia revestir de una pátina científica las particularidades de un producto ¿Cuál es el proceso por el cual estas categorías se han convertido en fenómeno o artilugio para promocionar productos?
– Cuando una temática se pone de moda se consume más fácilmente. Esto es bueno para quienes trabajamos con cuestiones comprobables y científicas, porque permite su difusión. Pero también conlleva sus riesgos. El marketing en sí mismo no es malo. Es, en definitiva, la institucionalización disciplinada de la influencia de unas personas sobre otras.
Los riesgos más grandes se corren en relación a la construcción de supuestos incomprobables a partir de unos pocos parámetros científicos. Hoy las publicidades están repletas de pseudociencia: imágenes en comerciales que te muestran bolitas brillantes avanzando por lo que aparenta ser un cabello visto con muchos aumentos, o supuestos virus copando bélicamente las superficies del baño. Con estos trucos consumir un producto se logra con mayor facilidad.
– ¿Por qué el cerebro nos induce a pensar que es bueno algo cuando es consumido por una mayoría, lo que denominás «efecto restorán lleno»? ¿Somos tan volubles como consumidores?
– Nos vemos inclinados a preferir lo que los demás prefieren. Nuestro cerebro es prejuicioso por naturaleza, y uno de los prejuicios que traemos innatamente es la conclusión: «si los demás lo tienen o los demás lo hacen, es que debe estar bien». Claro, con un análisis posterior más racional, entendemos que esto no necesariamente es así. Pero la verdad es que la enorme mayoría de las veces nuestras conclusiones de este tipo, que tienen carácter emocional (cableadas gracias a la evolución), no pasan por el filtro de nuestra razón. Así caemos igualmente en la trampa. Por más astutos que creamos ser, nuestros impulsos motivacionales nos ganan e inhiben el análisis crítico.
En la compra de un producto no solamente se halla la satisfacción que ese producto en sí mismo brinda, sino que también compramos la pertenencia y la inclusión a determinado grupo. Hay bandas de adolescentes que -por más que no tengan los suficientes ingresos- priorizan las zapatillas («altas llantas», como diría el humorista Capusotto) y los celulares inteligentes por encima de una distribución de los recursos que los alimente mejor.
– ¿Las redes sociales han aumentado la brecha entre ser y parecer, generando una visión ilusoria sobre nosotros mismos incluso, haciéndonos creer que somos capaces de tener cientos de amigos y que estamos rodeados de afectos que nos veneran y adulan?
– Son el lugar ideal para exacerbar la mejor imagen de nosotros mismos que coincida con la exigencia social. Inicialmente concebidas como un espacio de conexión, para pertenecer a la manada, las redes sociales terminan siendo en verdad un espacio de comparación: donde una y otra vez validamos nuestra situación en función de cuán bien se muestran los demás.
Cometemos el error espontáneo de atribuir un posteo más allá de la situación puntual de la persona, y lo suponemos como la personalidad íntegra del otro. Así, nuestro cerebro, que nos «compara» permanentemente, queda encandilado por la aparente superioridad de la felicidad de los otros, y nos lleva a competir: terminamos contribuyendo en espiral a redes sociales que promueven un malestar comparativo generalizado.