sábado, noviembre 23

PAN DE POESÍA

por Daniel Giarone

Clara Fernández Moreno, la hija menor de Baldomero, me recibe  en su casa, ajena a los ritos de los aniversarios. Entre sus manos cansadas tiene un ejemplar de tapas gruesas y páginas amarillentas de «Las iniciales del misal». Elige al azar y lee en voz alta, aunque no lo necesite; son los mismos versos que repite desde que era niña.
«Lo he leído más de cien veces. Me gusta todo de la poesía de papá, su compresión, su didáctica, su escritura, lo que pinta, lo que dice, porque todo lo que dice es verdad, mi papá no mentía nunca», afirma Clara junto a su hija Carmen, traductora y docente.
Clara es la menor de los cinco hijos del matrimonio que unió a Baldomero y Dalmira López Osorio. Clara es poeta, al igual que lo fueron sus hermanos César y Manrique, con quienes formó el movimiento Poesía de Buenos Aires. Casada con otro juglar, Juan Antonio Vasco, su libro «El día de la vida» obtuvo el Premio Municipal de Poesía Inédita 1980/1981.
Entre los Fernández Moreno la poesía pasó de generación en generación. Además de a Clara, Manrique y César (quien además se destacó como crítico y cronista) la poesía llegó a los hijos de estos: las siete nietas de Baldomero están vinculadas de distintas formas a la poesía y solo Inés, hija de César, es narradora.
«La poesía era como pan para nosotros –recuerda Clara-, ahí estaba todo. A la hora del almuerzo mi padre se sentaba a la mesa y decía: esta es la hora de la cuaderna vía (estrofa de la métrica medieval española de cuatro versos de catorce sílabas). Y ahí, todos, grandes y chicos, empezábamos una gran improvisación, buscábamos la rima, los versos de la cuaderna vía. No rimábamos nada bien, pero todos participábamos y nos divertíamos».
«Mi madre también era una gran poeta, me gustaría que no se la olvide, porque ella merece lo mismo que mi padre, aunque su producción fue menor en cantidad», evoca Clara y suelta una sonrisa cómplice que debió ser parecida a la de Dalmira, una mujer bella e inteligente, descendiente directa de Juan Manuel de Rosas, y a la que Baldomero le dedicó sus poemas de amor, el otro gran tópico de su obra junto a lo urbano y a la vida rural, como lo prueban sus libros «Por el amor y por ella» (1918) y «Versos de Negrita» (1920) .
«Mamá era una mujer muy inteligente, una gran poeta, a pesar de que el poeta de la casa era él. Los versos que mi padre componía en sus caminatas, al día siguiente, mientras tomaban mate, mi madre los pasaba en su máquina de escribir Remington portable. Así de unidos eran», rememora Clara.
«Un día mi madre –cuenta Clara con ojos brillosos- le llevó a Baldomero sus versos. Él le dijo: ‘Yo a usted no le doy beligerancia’. Ni los leyó, o al menos eso creo yo. Recién cuando murió mi padre mi hermano César publicó los versos de Dalmira. Se amaban, pero el que era poeta era él y punto».
En 1924 Baldomero abandonó la medicina para dedicarse de lleno poesía y, casi como una consecuencia, a la docencia. De esa época sólo queda una chapa que Clara tiene apoyada en su biblioteca: «Dr. B. Fernández Moreno, médico cirujano, atención de 2 a 4».
«No le pesó dejar de ejercer porque su gran pasión y sensibilidad estaban puestas en la poesía. Él en realidad era poeta y solo hacía lo que le gustaba, escribir poesía», confirma Clara. Los veintisiete libros publicados con versos de Baldomero, donde todo lo que tocaba su sensibilidad era «poetizable», parecen darle la razón.
«El amaba Buenos Aires. Recorría su barrio, Flores, Floresta y llegaba hasta el centro. Era muy observador, miraba todo. Caminaba mucho y lo hacía con tranquilidad, hasta tarde, después volvía tarde a casa y se acostaba. Además de ir al Tortoni y a la Richmond, con el poeta uruguayo Enrique Amorin iban a una confitería de Flores donde siempre había mucha gente que se acercaba a él. Había quienes, incluso, lo seguían cuando caminaba», dice Clara, orgullosa.
«A mi padre le gustaba mucho Machado, amaba a Machado. A Rubén Darío también, de hecho le dedica ‘Las iniciales del Misal’ con unos versos hermosos: ‘… A Rubén Darío tan grande, tan dulce, tan bueno / A Rubén Darío por cuya salud piden a Dios las estrellas, las rosas, los cisnes y el corazón de todos los poetas de América y del mundo’ «, recita Clara y cierra el libro para que sus manos descansen sobre él.
«Su estado era de éxtasis ante la vida», concluye. Palabra de poeta.

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