Por Vanina Escales
El peluquero José González Castillo escucha los relatos de la clientela del barrio obrero de Boedo. Uno no llega a fin de mes y la mina lo dejó por un bacán, otro está enamorado y no sabe que lo espera “la sombra del hombre aquel a quién lo traicionó una vez la ingrata moza”, o la Griseta que “un sueño de novela trajo al arrabal”.
González Castillo habla de los amores encontrados y de la crueldad de las emociones traicionadas, da con sus letras una educación sentimental para el desorientado compadrito y el obrero corto de palabras para quienes las mujeres tienen tanto acceso como la Muralla China, a no ser que sea la Vieja, siempre la Vieja.
Hombre de intereses políticos, no despreció nunca algo tan necesario para emprender un combate como el amor. O la confianza que un amor correspondido daría al pobre malevo si ella con su inconstancia loca no lo hubiera “arrebatado de la boca como un pucho que se tira cuando ya ni sabor ni aroma da”.
Educación necesaria si hacemos caso a las palabras del otro González, Pacheco, cuando se queja de que bajo las manos de estos hombres que no saben amar “el terrón sigue, como un pezón de estatua, denso y estéril”. Y además, indispensable si tenemos en cuenta que fuera de los tiempos de guerra, los celos matan más que otra cosa.
¿Debemos pensar en los celos como apéndice del tema “propiedad privada”? Probablemente no haya política ni ideología que pueda evitar las penas de amor. Pero mejor volvamos al tango.
González Castillo murió en la cumbre de su carrera, a los 52 años. Fue dramaturgo de un centenar de obras; letrista de tangos grabados por Gardel y Azucena Maizani, con músicas de Sebastián Piana, Enrique Delfino y de su hijo, el gran Cátulo Castillo; guionista de “Nobleza Gaucha”, película muda de éxito nacional.
Su primera obra teatral, “Los rebeldes”, tenía a panaderos como actores, aquellos de la Sociedad Cosmopolita de Resistencia y Colocación de Obreros Panaderos con estatutos escritos por Errico Malatesta.
En 1928 fundó la Universidad Popular de Boedo, donde se daban clases de noche y donde fue él mismo docente de inglés remendado aprendido en Chile cuando era corredor de vinos. También fundó la Peña Pacha Camac en 1932, en la que Roberto Arlt ve un escenario “reconfortante y hermoso” de obreros leyendo, escribiendo y pintando.
No se casó con Amanda Bello, la sacó de su casa y la llevó a una feliz convivencia bajo las banderas de un “amor libre” confirmado por toda la vida en común y tres hijos: Gema, Carlos y Cátulo.
Ligado a lo popular como energía y como estética, hecho de la misma madera que Discépolo, Homero Manzi y Homero Expósito, podría suscribir las palabras de Manzi cuando dice en 1948: “Yo, ante ese drama de ser hombre del mundo, de ser hombre de América, de ser hombre argentino, me he impuesto la tarea de amar todo lo que nace del pueblo, todo lo que llega al pueblo, todo lo que escucha el pueblo”.
Para ese pueblo van sus letras, para “una mina que dejó la vieja sola”, para “la bronca de un otario amurado con su amor”, para “el llanto de una madre con el hijo en la gayola”. Viajes afectivos para soledad del suburbio.
Falleció en su casa de la calle Boedo 1060, el 22 de octubre de 1937.