viernes, noviembre 22

EL CANTOR DE LOS 100 BARRIOS PORTEÑOS

Alberto Castillo nació en Buenos Aires un 7 de diciembre de 1914.  Llamado Alberto Salvador De Lucca, tuvo la particularidad de ser un artista popular que pasó por la universidad y se recibió de ginecólogo, un antecedente que le da cierta sigularidad por lo menos en su tiempo. Brilló ante los micrófonos y las cámaras, en el disco y en las numerosas presentaciones personales que realizó, y fue el responsable de embaucar a muchos acerca de que la ciudad de Buenos Aires tenía cien barrios.
Simpático, entrador, con una voz que estiraba algunas sílabas para darle un cariz reo, fue también un actor natural en películas que fueron enormes éxitos de público, al tiempo que era descalificado por algunos puristas, sobre todo porque había hecho de su canto un género bailable.
Era un cantor «raro», opuesto a los alambicados vocalistas de sus años, que tomaba el micrófono como si fuera su compañera de baile y le cantaba de costado, como los guapos, siguiendo el compás, mientras usaba la corbata corrida o directamente prescindiendo de ella para abrir el cuello de su camisa sobre las solapas del saco.
Castillo reinó desde principios de la década de 1940 casi hasta 2002, el año de su muerte, aunque su actividad se fue frenando en sus últimas décadas por el simple fenómeno de la edad, pero no casualmente fue el primer peronismo su etapa de mayor gloria.
Entonces fue cuando ocupó el trono de lo «vulgar» que le endilgaban los «pitucos», sobre todo cuando se asoció a la orquesta de Ricardo Tanturi para enfrentar músicas francas, sin elaboraciones exquisitas, a la manera de Juan D’Arienzo, sobre todo bailables y convocantes de la alegría.
Ese punto, en 1941, reveló toda su calidad de intérprete popular, cuando cada una de sus presentaciones en teatros, cines, cabarets y clubes de barrio se transformaban en celebraciones jubilosas en las que el tumulto de su público solía cortar el tránsito por varias cuadras.
Según Horacio Salas, con ese estereotipo que abreva en los dibujos de la revista Rico Tipo, «Castillo se burla de la burguesía y de las medias pautas de los sectores medios. El proletariado y los marginales que llegan al poder junto con el ascenso del peronismo ya no necesitan imitar otra clase para disimular su origen».
Si bien el maestro Osvaldo Pugliese era comunista y tuvo serias dificultades con el peronismo, ambos apostaban a lo popular y tenían sus hinchadas fieles y peleadoras, capaces de enfrentar a piñas a las de artistas como Osvaldo Fresedo, que solía visitar los salones patricios.
Todavía se puede escuchar en internet o en alguna radio «Así se baila el tango», de Elías Randal, con letra de Marvil, que expresa: «¡Qué saben los pitucos, lamidos y shushetas!/ ¡Qué saben lo que es tango, qué saben de compás!/ Aquí está la elegancia. ¡Qué pinta! ¡Qué silueta!/ ¡Qué porte! ¡Qué arrogancia! ¡Qué clase pa’ bailar!/ (…) Ahora una corrida, una vuelta, una sentada…/ ¡Así se baila el tango, un tango de mi flor!».
A pesar de no haber estudiado música, sus fraseos repercutían con enorme efectividad en los estratos populares, lo que llevó a caratularlo «el Cantor de los Cien Barrios Porteños».
La unión con Tanturi y su orquesta Los Indios sufrió un rudo golpe con el gobierno militar de 1943, que por presiones de la Iglesia Católica decidió eliminar las expresiones lunfardas de los tangos -también en películas, obras de teatro y programas radiales- y sustituirlas por ridículos casticismos.
Él no renegó de su estilo arrabalero y formó su propia agrupación, dirigida por el violinista Emilio Balcarce, que debutó con éxito descomunal en el local milonguero Palermo Palace, en Santa Fe y Godoy Cruz.
Con los años se volcó al candombe e inmortalizó «Siga el baile», de Edgardo Donato y Carlos Warren, para lo que integró tamboriles a su conjunto, en especial Las Lonjas de Cuareim, grupo lubolo uruguayo que lo acompañó en varias giras.
Sin embargo, su perfecta afinación -que no pudieron negar sus detractores- le permitió también incorporar títulos de marcado dramatismo, más allá de ese gracejo típicamente porteño que parecía hermanado con intérpretes al estilo de Sofía Bozán o la más trágica Tita Merello.
Otros de sus temas significativos durante aquel peronismo fue la marcha «Por cuatro días locos», de Rodolfo Sciammarella, dentro de una euforia popular que incluía la difusión de algunos temas iniciales de La Revista Dislocada y del falso italiano Nicola Paone y temas como «Cucusita» y «La pulguita», compuestos por el propio Castillo.
Sobre el final de su carrera grabó algunos de sus temas más gozosos con Los Auténticos Decadentes, cuyo mejor testimonio fue la inclusión de «Siga el baile» en la banda sonora de «Luna de Avellaneda», aunque orquestada por Jaime Roos.
En el cine fue un actor comunicativo que actuó en «Adiós, Pampa mía» (1946), «Un tropezón cualquiera da en la vida» (1948), «Alma de bohemio» (1949), «La barra de la esquina» (1950), «Buenos Aires, mi tierra querida» (1951) y «Por cuatro días locos (1953)», entre otras, en las que lo acompañaron actrices como Virginia Luque, Perla Mux, Lilian Valmar, María Concepción César y Amelita Vargas.

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