Aníbal «Pichuco» Troilo, el 11 de julio, y Alberto Castillo, el 7 de diciembre, hubieran cumplido 100 años durante 2014, pero a ambos además los une el haber sido nombres fundamentales para el tango en una época en que esa música, de arrasadora identidad, gozaba de una masiva aceptación popular.
Los dos, cada uno a su manera, desde la composición y los arreglos en el caso de Troilo y a partir de un modo de cantar que asumió Castillo, aportaron al caudaloso y masivo universo tanguero de mediados del siglo pasado y también gozaron de su fama en películas y musicales de teatro.
Inventores a su modo, la historia musical exhibe las dotes de «Pichuco» como bandoneonista austero capaz de cargar de sentido cada silencio y monumental a la hora de ofrecer un sonido a las composiciones que creó o arreglaba apelando a su mentada goma de borrar con la intención de que menos fuera más.
En el caso del cantor de los cien barrios porteños, su personalísimo estilo interpretativo rompió con los moldes a los que se apegaban sus pares, y fue la voz de un tango bailable que generaba la adhesión de fervorosas multitudes.
El par de rasgos estéticos que apenas dibujan los perfiles de los dos artistas en la descripción antes realizada, permiten apreciar sin esfuerzo las enormes diferencias que los separaban y que a la vez muestran el vital y diverso momento que gozaba el tango.
Aníbal Carmelo Troilo nació en el barrio de Almagro y en poco más de cuatro décadas de actividad se convirtió en una leyenda capaz de ser un referente para todos los bandoneonistas rioplatenses, haber creado piezas esenciales del tango junto a Homero Manzi, Cátulo Castillo o Enrique Cadícamo en las letras y Francisco Fiorentino, Edmundo Rivero y Roberto Goyeneche en las voces.
Su camino comenzó en los años 30 con el violinista Elvino Vardaro en un sexteto que también contaba al joven pianista Osvaldo Pugliese, entre otros, luego pasó por varias orquestas -Juan D`Arienzo, Julio De Caro, Angel D`Agostino- y en 1937 debutó con la propia, con Orlando Goñi (piano), Kicho Díaz (contrabajo) y Francisco Fiorentino (voz), entre otros, en la boite Marabú, de la calle Maipú entre Corrientes y Sarmiento.
Además de sus actuaciones con la orquesta típica, Pichuco formó en los 50 un notorio dúo con el guitarrista Roberto Grela, convertido alternativamente en Cuarteto.
El «Gordo», un fanático de River Plate que era habitué del Monumental, logró el fantástico y envidiable equilibrio de ser, al mismo tiempo, vanguardista y tradicional.
Le puso música a hitos de la porteñidad como «La última curda» y «María», con Cátulo Castillo; «Garúa», con Enrique Cadícamo; y sobre todo «Sur», «Barrio de tango» y «Romance de barrio», con Homero Manzi, ese amigo entrañable que con su muerte en 1951 lo sumió en una profunda tristeza de la que le costó mucho salir, y para el que compuso el tango «Responso».
Castillo, cuyo nombre real era Alberto Salvador De Lucca, nació en Villa Luro y además de triunfar como cantor se recibió de ginecólogo, dicen que para conformar aspiraciones familiares de que sea médico y no un «simple tanguero». Desde los escenarios desplegó un estilo arrabalero y a veces provocador, basado en una voz que estiraba sílabas para darle un cariz reo.
Opuesto a los alambicados vocalistas de sus años, tomaba el micrófono como si fuera su compañera de baile y le cantaba de costado, como los guapos, siguiendo el compás, mientras usaba la corbata corrida o directamente prescindiendo de ella para abrir el cuello de su camisa sobre las solapas del saco.
El intérprete reinó desde principios de la década de 1940 y no casualmente fue el primer peronismo su etapa de mayor gloria. Entonces fue cuando ocupó el trono de lo «vulgar» que le endilgaban los «pitucos», sobre todo cuando se asoció a la orquesta de Ricardo Tanturi para enfrentar músicas francas, sin elaboraciones exquisitas, a la manera de Juan D’Arienzo, sobre todo bailables y convocantes de la alegría.
La unión con Tanturi y su orquesta Los Indios sufrió un rudo golpe con el gobierno militar de 1943, que por presiones de la Iglesia Católica decidió eliminar las expresiones lunfardas de los tangos -también en películas, obras de teatro y programas radiales- y sustituirlas por ridículos casticismos.
Él no renegó de su estilo arrabalero y formó su propia agrupación, dirigida por el violinista Emilio Balcarce, que debutó con éxito descomunal en el local milonguero Palermo Palace, en Santa Fe y Godoy Cruz.
De la mano de verdaderos éxitos como «Así se baila el tango», «Por cuatro días locos» y fundamentalmente «Siga el baile», que lo unió décadas más tarde a Los Auténticos Decadentes, e incluso después de su muerte (falleció en julio de 2002) fue banda sonora del filme «Luna de Avellaneda» (2004), de Juan José Campanella, aunque versionado por el uruguayo Jaime Roos.
También el cine lo tuvo como estrella, con su inolvidable «La barra de la esquina» (1950), pero también fue protagonista de «Adiós pampa mía», «El tango vuelve a París» (1948), «Un tropezón cualquiera da en la vida» (1948), «Alma de bohemio (1948), «Buenos Aires mi tierra querida» (1951), «Por cuatro días locos» (1953), «Ritmo, amor y picardía» (1955), «Música, alegría y amor» (1956), «Luces de candilejas» (1958), y «Nubes de humo» (1959).