La inauguración del Centro Cultural Kirchner, un imponente espacio con dos salas de concierto, seis auditorios y una impresionante estructura de más de cien mil metros cuadrados, conmovió -con la fuerza de una amplia política de espectáculos gratuitos- el escenario cultural porteño y, justamente a partir de la potencia de ese programa, aparecen diversos interrogantes que exigen ser pensados por encima de los eslóganes y preconceptos de coyuntura.
Se trata de traspasar el escalón del sentido común ganado en estos años y que hizo a la razón de ser del CCK, que se funda en la convicción de que el catálogo de derechos incluye, además de prerrogativas civiles y económicas, el acceso a los bienes simbólicos y las estéticas maceradas por las tradiciones culturales de la región.
Esa novedad, aun notable, no suprime la reflexión autocrítica sobre lo realizado en el primer semestre de vida del CCK, inaugurado en el 21 de mayo. Porque el CCK es, en un plano, también un edificio y -como tal, una arquitectura que sugiere una forma de uso- no garantiza, ipso facto, ni una política ni un resultado.
Con las cartas a la vista, descubiertas, queda en evidencia que la diversa laya de programas realizados en seis meses no tiene el mismo valor ni se explica bajo las mismas coordenadas.
El CCK fue, por caso, el escenario donde desembocó el festival «La Música Interior», un inusual proyecto sobre la música popular de raíz folclórica que representó el mayor -y el más inteligente- esfuerzo estatal que se haya realizado en ese campo.
Pensado por dos músicos, Juan Falú y Liliana Herrero, LMI convocó a un centenar de músicos diseminados en 24 centros musicales, sin jerarquías, con misiones pedagógicas, encuentros, préstamos, intercambios y creación de música nueva, a contramano -incluso- de la concepción de la música popular que profesaron otras gestiones culturales de ese mismo gobierno.
Fue una demostración inapelable de la admirable facilidad con la que la excelencia artística es capaz de convivir con el pulso popular cuando esa misma comunión no es saboteada por los mismos gestores culturales que a menudo reproducen desde el Estado la lógica mercantil. Y el CCK cumplió allí una función simbólica de coronación y celebración de algo que se proyectó en todo el país, sin operar como concentrador de actividades ni reproductor de miradas centralistas.
Si se mide por su efecto en los medios, ningún espectáculo del CCK equiparó el efecto que el provocado por la presentación de la pianista argentina Martha Argerich, en forma gratuita y días antes de subir al escenario del teatro Colón, una dualidad que estimuló en la mayoría de los casos -desde diferentes trincheras ideológicas- una retórica vacía de argumentos.
Por supuesto que la presencia de Argerich en un concierto gratuito constituye, en si mismo, un hecho político y cultural contundente y merecedor de la mayor celebración, pero -otra vez- el examen de ese acto no puede agotarse en ese solo enunciado.
El repertorio que la pianista abordó en el CCK, distante de las rutinas que Argerich sigue en otros escenarios de la música clásica (nada tocó de sus programas afines -Chopin, Beethoven, Liszt, Tchaikovsky, Brahms, Bartok), expresó una visión -común a casi todos los gobiernos- que parecen partir de la convicción de que el acceso gratuito y cierta masividad resultan incompatibles con los repertorios tradicionales de la música clásica. Un resabio paternalista.
Fuera de sus momentos de alta exposición pública, el CCK condensó una intensa agenda de conciertos, ciclos, muestras de arte, presentaciones de libros y espacios para eventos de la industria que interpelaron de modo dispar al circuito cultural ya establecido en la ciudad.
Acaso la mayor de las complejidades se consumó en torno a la suerte de «dumping cultural» que el CCK, con su inmensa agenda de espectáculos gratuitos, condicionó a los gestores culturales porteños que -en algunos casos- han llevado el peso en estos y otros años de impulsar espacios y propuestas estéticas contrarias a interés del gran mercado y de las que el mismo Estado -en su tiempo- había abdicado de apoyar.
Así, no faltaron artistas que, en cuestión de días y a pocas cuadras de distancia, tocaron gratis en las salas del CCK y cobrando entrada en el circuito comercial con repertorios idénticos. Una yuxtaposición indeseable y en algún sentido mal abordada.
No se trata de invalidar la intervención estatal -nada más lejano- sino de señalar que sus políticas de generación de nuevos públicos no debe trasmutarse en la promoción de un único productor cultural al que todos los músicos deban abrevar.
Y -en todo caso- la gratuidad de los espectáculos no puede convertirse en la única estrategia estatal para la ampliación del universo de oyentes.
En medio de esas asperezas -que reclaman un abordaje- hubo en el campo musical homenajes a figuras inmensas de nuestra cultura como Mercedes Sosa, Gustavo Cerati, Luis Alberto Spinetta, Charly García y Gustavo «Cuchi» Leguizamón y ciclos como el Festival Internacional Piano Piano con visitas de excelencia abiertas al público con mucho o poco entrenamiento en la ‘música de escucha’. Porque el Estado no sólo tiene la misión de abrir la difusión sino la de preparar al ciudadano para las destrezas que requiere ese disfrute, que en otros tiempos se hallaban en los medios comerciales de comunicación y hoy son una rareza en ese ámbito.
Se trata, en cualquier caso, de despejar las estériles discusiones sobre el nombre del edificio o las proclamaciones sobre si el CCK tiene más o menos metros cuadrados que el Lincoln Center de Nueva York o el Georges Pompidou de París para internarse en las incomodidades que se abren a partir del hecho ya consumado, la puesta en marcha de un centro cultural de esa envergadura, y repensar los axiomas que subyacen a las políticas que expresan sus programas. Cuestiones todas sobre las que el nuevo gobierno todavía no ha ofrecido señales claras.