Como todo ente vivo, el Teatro Nacional Cervantes reboza de energía: acogió a las figuras más brillantes del arte escénico, propios y de otros países, pero también sufrió disputas internas entre las autoridades, alteraciones de propósitos, el peligro de ser privatizado para otros destinos, el desgaste del edificio, el agregado de salas, conflictos con el personal estable y el desgraciado incendio de 1961, poco tiempo antes de cumplir 40 años.
El TNC es un sitio muy especial para artistas, artesanos y el personal admistrativo: en su prestigioso taller de vestuario se diseñan prendas, se las confecciona o reforma y también se usan las ya existentes, cuando están en buen estado, con la particularidad de que estas llevan, por razones de orden, una pequeña etiqueta con el nombre de la última persona que la usó.
Dentro de las supersticiones del medio artístico, calzar una prenda con el nombre de alguien que ya no está conlleva sensaciones ambivalentes: aprovechar la «energía» y el afecto de quien fue colega y, al mismo tiempo, el ligero temor que produce esa textura cargada de misterio. Porque en el Cervantes, como en todos los viejos teatros, existen los «fantasmas».
El o la intérprete vive la experiencia única de ser ellos mismos y en forma simultánea el personaje con que sale a escena. No sucede en todos los oficios.
Esos «fantasmas» o «presencias» son siempre bonachones y traviesos; mayormente «se comunican» por las noches con técnicos y artesanos -con los actores menos-, los llaman por su nombre sin dejarse ver, les cambian los objetos de lugar, provocan inexplicables corrientes de aire, zumban en algún rincón, abren o cierran puertas y cortinados o sacuden una determinada butaca de la tertulia.
El público que acude a las funciones sabe poco de esos prodigios y en general descree de ellos; los involucrados que sí creen afirman haber tenido «experiencias» extrañas o cuentan de alguien cercano que las tuvo. Por eso el TNC, como reducto histórico del arte, la fantasía y la magia, también guarda sus propias leyendas.