En la época de Juan Manuel de Rosas, el carnaval era esperado con entusiasmo, en especial por la gente de color, protegidos del caudillo. Pero, paulatinamente los juegos de carnaval fueron cayendo en excesos: jinetes, disfrazados con plumas rojas en la cabeza y moños en las colas, aparecían sorpresivamente en la ciudad, arrojaban huevos de avestruz llenos de agua, cenizas y desperdicios; se aprovechaban de las mujeres que jugaban al carnaval, manoseándolas, rompiendo sus ropas y, en ocasiones, hasta abusando de ellas. También, se producían actos de pillerías, como robo de pertenencias y enseres en algunas viviendas.
Ante los desmanes el Ministerio de Gobierno de la Confederación sancionó, el 8 de julio de 1936, un decreto con el objeto “de prescribir reglas fijas para el juego de Carnaval, a fin de precaver los excesos notables que algunas veces llegan a cometerse, y conciliar por este medio el respeto que se debe a los usos y costumbres de los pueblos, con lo que esencialmente exige la moral y la decencia pública”.
Es artículo primero de este decreto establecía que el juego de Carnaval sólo estaría permitido en los tres días que preceden al de Ceniza, “comenzando a las dos de la tarde, cuya hora se anunciará por tres cañonazos en la Fortaleza, y concluyendo al toque de la oración, en que tendrán lugar otros tres cañonazos”.
En segundo término, se instaba a que “en las casas en que se juegue desde las azoteas o ventanas, deberá mantenerse la puerta a la calle cerrada durante las horas de diversión, y abrirse tan solamente en los momentos precisos para los casos de servicio necesario”.
En tanto que el artículo tercero determinaba que “el juego que se haga desde las azoteas, ventanas o puertas de calle, solo podrá ser con agua sin ninguna otra mezcla o con los huevos comunes de olor, y de ninguna manera con los de avestruz”. Esto mismo regía, en el artículo cuarto, “para las personas que acostumbran jugar al carnaval en las calles a caballo, o a pie, o en rodado”.
Los artículos quinto y sexto, hacía clara alusión a los desmanes y pillerías “nadie, jugando por la calle, podrá asaltar ninguna casa, ni forzar alguna de sus puertas o ventanas, ni pasar de sus umbrales para adentro, ni a pie ni a caballo, en continuación del juego. Tampoco se podrá jugar de casa a casa por los interiores de ella”.
También el decreto, en cuestión, prohibía el uso de las máscaras y el vestirse con trajes que “no corresponda a su sexo, el presentarse en clase de farsante, pantomimo o entremés, con el traje o insignias de eclesiástico, magistrado, militar, empleado público o persona anciana”. Y se disponía que “para las diversiones públicas que puedan tener lugar en la noche, de la oración para adelante, se sacará previamente el correspondiente permiso del Jefe de Policía por escrito bajo su firma”.
Quien infringiere cualquiera de los artículos del decreto, sería castigado “a juicio y discreción del Gobierno”, según las circunstancias del caso, y obligado a subsanar los daños y perjuicios particulares que hubiere causado por su infracción, en caso de ser reclamados.
Pese a esta reglamentación los excesos siguieron, y fue Rosas mismo quien, pese a haber fomentado el carnaval, lo suprimió el 22 de febrero de 1844.