por Jorge Boccanera
Las imágenes de un cine de ocultamiento, forzadamente alegre y tristemente chabacano gotean desde las coladeras del control social impuesto por la última dictadura que dictó, por medios diversos, su cruzada moralizadora, según se desprende del libro «El peligro está en los vivos» del escritor José Luis Visconti.
El ensayo, subtitulado Representaciones y omisiones en el cine argentino 1976/1983, editado por “Tren en Movimiento”, está atravesado por filmes que desde sus nombres dan cuenta del pasatismo extremo: «Mirá qué lindo es mi país», «Te rompo el rating», «Dos locos en el aire», «Vivir con alegría», «La guerra de los sostenes», «El gordo catástrofe», «El rey de los exhortos», «Las muñecas hacen pum».
El autor contrapone el contexto político a esa producción y logra, con una investigación exhaustiva y un lenguaje claro, la minucia de un entramado de alusiones y sobreentendidos. Autor del ensayo «La senda tenebrosa, una aproximación a la imagen de la mujer en el cine argentino» (1990-2007), y libros de poesía como «Animales/ Agua y Río arriba», Visconti mantuvo el siguiente diálogo.
– Mientras el golpe instala en la sociedad muerte y miedo, la mayoría de los filmes de la época muestran una normalidad.
– Un estado de normalidad, que se apoya en mostrar una retracción de conflictos y personajes a la órbita de lo privado. Esa normalidad, que funciona como ocultamiento, a la vez es inquietante: las escenas nocturnas en la calle no muestran gente caminando, sino silencio, casas cerradas y oscuras, como si todo estuviera muerto.
– En esas películas donde todo se desarrolla en espacios aislados, ¿se podría hablar de una sociedad “internada”?
– Sí, en el sentido de habitar un espacio en el que no se vislumbran salidas de la rutina. Lo hace explícito «Los médicos» (de Fernando Ayala), en la que el hospital, el centro de la acción, está aislado de la sociedad que lo rodea. Mientras que en «La isla» (de Alejandro Doria), la tematización del aislamiento se resuelve en la ausencia de cualquier tipo de autoridad, y en la descripción de los personajes como alterados en relación con un entorno que desconocemos.
– ¿Podría tomarse como un espejo de los campos clandestinos?
– De alguna manera aquel hospital como la mansión de «Un terceto peculiar» o la quinta de «Así no hay cama que aguante», (ambas de Hugo Sofovich) funcionan así. El que entra a esos lugares no puede salir por su cuenta, salvo una decisión de la autoridad. No se explicitan torturas ni asesinatos, pero queda claro que esas personas están encerradas en un espacio aislado de la sociedad. En “Los médicos”, uno de los doctores dice que un pacientes “se les fue”; una terminología similar a la que usaban los torturadores.
– La familia, la iglesia y el ejército, ¿ejercen el control sobre la juventud, sus inquietudes, actividades, gustos e ideas?
– La iglesia y el ejército prácticamente están invisibilizados. Las películas parecen partir del momento en que esas instituciones delegan el control de la juventud en la familia, que vuelve a surgir como instancia moral que enfrenta al desenfreno. Se muestra una juventud “desquiciada” que en un momento, de modo accidental, descubre que no puede seguir ese modelo de vida y vuelve al redil familiar.
– La paradoja es que el sexo es considerado algo sucio, mientras se violaba a las detenidas en los campos clandestinos de detención.
– El sexo no se muestra; aparece como algo pervertido, pecaminoso; la censura de la época era muy sensible al tema. Se permiten desnudos parciales femeninos, pero incluso en las películas “picarescas”, el sexo queda oculto, como en las películas de Porcel y Olmedo, con Moria Casán y Susana Giménez. Es curioso que el sexo aparezca mostrado en situaciones relacionadas con la violación; una inversión de lo que pasaba con las detenidas en los campos.
– ¿En el esquema dictatorial del bien contra el mal –que fue trama de algunos filmes- se esboza la teoría de los dos demonios?
– Sí. Sergio Wolf señaló hace tiempo como una característica del cine de la época, la existencia de bandos enfrentados. En todo caso es paradójico que en esas películas el supuesto bando legal no está representado por la policía o el ejército, sino por “agencias” que no se sabe a qué ni a quién responden; pequeñas células organizadas de manera similar a los grupos de tareas. Lo perverso es que adjudican a los “enemigos” la misma metodología que en ese momento estaban utilizando las Fuerzas Armadas: secuestros, torturas, asesinatos.
– ¿Hay excepciones dentro del cine de la época?
– Apenas un puñado al comienzo de la dictadura (filmadas antes del golpe y estrenadas después), que anticipan la violencia que se venía: «Qué es el otoño» (David Kohon), «Los muchachos de antes no usaban arsénico» (José Martinez Suarez), «Piedra libre» (Leopoldo Torre Nilsson). Y otras en el tramo final de la dictadura: «Tiempo de revancha» y «Ultimos días de la víctima» (Adolfo Aristarain), «Los enemigos» (Eduardo Calcagno) y «La invitación» (Manuel Antín).
– ¿Aquel cine frívolo, indiferente y sus figuras –vigentes hoy- han modelado un imaginario social que en algún grado persiste?
– Es cierto. Lo más pernicioso es la herencia cultural que dejó la dictadura. En el cine, por el lado narrativo, eso persistió unos 15 años más, donde se seguía filmando y narrando en imágenes de la misma manera. Los valores que emergieron con fuerza en esa época, se reforzaron con la política de los 90, donde se priorizó lo individual sobre lo colectivo, el negocio sobre el desarrollo productivo.
La matriz de esas ideas viene de la concepción de la dictadura del 76 que es la que verdaderamente abrió la grieta social, estableciendo al prejuicio esquematizado sobre el “otro”, como el eje sobre el cual se establecen las relaciones de clase: la idea es que el otro no importa. En ese cine el otro dejaba de ser el otro, para convertirse en enemigo, en amenaza.