por Héctor Puyo
Alberto Ajaka es autor y director de «El hambre de los artistas», un saludable divague sobre el arte y el sentido de la vida a cargo de su grupo Colectivo Escalada, que con una soberbia puesta en escena se acaba de estrenar en el Teatro Sarmiento.
Formidable celebración de lo escénico, fiesta de histriones y perdonable demasía, la pieza invierte el título de «Un artista del hambre», relato de Franz Kafka sobre un faquir que, una vez olvidado por el público, persiste en su ayuno interminable y desaparece, tal vez por desidia o mera petulancia.
Kafka es el amante imposible de una mujer que no puede hablar si no es cantando (Sol Fernández López), miembro de una troupe circense que cuenta con un mago dado a experimentos (Leonel Elizondo), una mujer barbuda (Karina Frau), un payaso fracasado (Rodrigo González Garillo) y una suerte de patrón o patriarca (Alberto Suárez) que luego adquirirá otros perfiles.
El grupo es contundente, hay un humor chirriante que invade la escena desde ese principio donde las miserias humanas aparecen en todo su esplendor y donde Ajaka conduce un quinteto de formidables intérpretes en una convocatoria poco habitual.
Ex discípulo de Ricardo Bartís y su Sportivo Teatral, el autor-director llena el escenario de actuaciones pantagruélicas en las que las debilidades salen a la luz con una profunda humanidad, esperpénticas, dolorosas y mezquinas pero dotadas de gran empatía con la platea.
Así es que la que no puede hablar sin cantar llama Francisco a Kafka, el ingenuo payaso de voz arenosa se ve obligado a lanzar humoradas por su simple condición, la mujer barbuda descubre que es uruguaya y el mago inventa un sistema de energía a base de excremento humano que le permite al grupo pasar a otra dimensión.
Allí se encuentran con Los Nuevos -Andrés Rossi, Gabriel Lima, Georgina Hirsch, Julia Martínez Rubio, Luciana Mastromauro, Luciano Kaczer, María Villar-, un grupo que vive en un tiempo pos histórico y que decide rebelarse contra el líder de una corporación que se hizo dueña de todo.
Son jóvenes, actúan en equipo, responden a consignas aparentemente democráticas y visten un uniforme entre militar e industrial, como salidos de una serial de Flash Gordon, aunque entre ellos y los recién llegados puede suceder cualquier intercambio.
Porque la propuesta es desmedida en la acción y en lo estético, el sexo y otros deseos están allí para ser alimentados y perseguidos; aun cuando haya un juego de fantasmas entre los que destacan el Rey Hamlet y el Príncipe Hamlet, con una Ofelia bien dispuesta a ofrendar sus encantos.
En ese mundo el mago se transformará en una Mona Lisa travestida que habla un italiano nada dantesco y sus compañeros tratarán de sobrevivir en un tiempo y un espacio que no comprenden, entre identificaciones de una de las chicas con una antigua pintura, trifulcas de todo tipo y apetitos bastante manifiestos.
«El hambre de los artistas» es por sus características una obra que sólo puede ser montada en el ámbito oficial, dado que no se trata de un espectáculo masivo pero sí necesita de una infraestructura material y artística estimable.
A las excelencias de los intérpretes hay que agregar una escenografía -de Rodrigo González Garillo- poco común fuera de las comedias suntuosas de la avenida Corrientes, muy plástica y con alardes de perspectiva, así como el llamativo vestuario de Betiana Kemkin.
Hay visibles lujos de maquinaria, manejada al parecer por el mismo elenco, efectos de humo -nada molestos en este caso-, acertadas luces de Adrián Grimozzi y segmentos musicales grabados con algo de «demodé», de José Ajaka y el director Ajaka.
«El hambre de los artistas» se ofrece en el Teatro Sarmiento, Avenida Sarmiento 2715, costado norte del Zoo porteño, de jueves a sábados a las 21 y domingos a las 20.