jueves, noviembre 21

GRETE STERN

Grete Stern nació en 1904. Estudió con Walter Peterhaus en la Bauhaus y con Wassily Kandinsky. Fue amiga de Paul Klee, Oskar Sclemmer, Johannes Itten y otros creadores. En 1935,  escapando del nacismo, se refugió en la Argentina. Fue fotógrafa del Museo Nacional de Bellas Artes y retratista de personalidades como Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo y María Elena Walsh, entre otras. Realizó, además, series sobre distintos lugares del país

Acerca de la retrospectiva «Retratos»  de su autoría, escribió Alberto Giudici: “Es una invitación a la nostalgia, al reencuentro con entrañables figuras de las letras y el arte que alimentaron lo mejor de lo que llevamos dentro. Un Borges, un Spilimbergo, un Berni, una María Elena Walsh, un Badíi, una Grete Stern, autorretratándose, y autora de esta galería de rostros realizados a lo largo de medio siglo. La mágica luz de la fotógrafa, envolvente, plástica, alienta la ilusión de vida que tienen esos instantes congelados. La mirada que es pura ensoñación en los claros ojos de don Lino; la límpida y casi infantil sonrisa de Borges cuando todavía no había sido atacado por ese ligero rictus nacido, quizás, por la progresiva barrera de la ceguera; una niña apenas entrando en la adolescencia, recostada en el marco de una ventana como quien se asoma a la vida, lejos todavía de sus célebres canciones infantiles, «capturada» en 1947, en Ramos Mejía, donde vivía el matrimonio Grete Stern-Horacio Coppola.”

 El alma se devela a través del rostro, y la luz, como quería Harmenszoon Rembrandt van Rijn, es el medio de ese aflorar del espíritu a través del cuerpo. Una vibración, un aleteo misterioso, que asoma en cada una de las imágenes. La potencia constructiva de Emilio Petorutti, de cuerpo entero en un balcón mientras las verticales de la puerta caen a plomo como si fueran un lienzo del propio pintor. El barroquismo del taller de Santiago Cogorno, como encerrando su desbordada y sensual producción; la límpída geometría del estudio de Noemí Gerstein; Berni, con su imagen duplicada en un espejo, como si la avidez inquieta del Picasso argentino se proyectara a infinitos desafíos crea tivos. Ningún detalle —un caballete, cuadros apilados, un muñeco gigante junto a Horacio Butler— es anecdótico. Hace al clima de intimidad del retratado, integra el hábitat que rodea su mundo interior. Son retratos psicológicos excepcionales. Por eso, conjetura Ricardo Coppa Oliver, director de la galería Principium, sus fotos no gustaban en los que buscaban tomas de estudio, escenografías ficticias y luces desmedidas, para mostrar no lo que se es sino lo que se quiere ser. Protesta feliz en última instancia, porque Grete se volcó a los que dieron su savia al país, incluyendo los curtidos rostros de los aborígenes del Norte, en lo que fue el primer relevamiento antropológico de nuestros ancestros, tan negados en Buenos Aires y mirados con una sensibilidad única por esta alemana que arribó a la Argentina en 1936 huyendo del nazismo».

Por entonces, había transitado por la Bauhaus, el mayor intento de socialización del arte desde el Renacimiento. De ahí vino, de la Bauhaus de Dessau, la de Walter Groppius, pero lo maravilloso en ella es que el rigor formativo y de vanguardia -como los collages fotográficos surrealistas, cargados de ironía feminista-, no anularon su sensibilidad a la hora de captar la atmósfera de un país lejano.

 Ventanas, espejos, encuadran la sugestión de un espacio que se prolonga fuera de la imagen vinculando al retratado con su mundo físico: la casa, el taller o simplemente la naturaleza, como en esa obra maestra que es el de Margarita Guerrero: el rostro de perfil sobre un espejo que devuelve el otro perfil pero también un jardín restallante de luz a espaldas de la cámara. El ratio lumínico de Grete es estricto: nunca un blanco quemado, jamás un negro saturado. En las medias tintas, apasteladas, la luz baña sus inefables criaturas.

 «Todas las fotos exhibidas son primeras copias. Algunas, sacadas en los 40, fueron pasadas al papel medio siglo después. «Es que ella no tenía dinero para hacer las copias», acota Coppa Oliver. Así vivió, en un humilde dos ambientes sobre la calle Uruguay. Tras su muerte, en 1999, a los 95 años de edad, su hija Silvia atesoró el inmenso legado materno, soñando con una Fundación que lo preservara. No llegó a concretarlo ni a ver esta muestra que armó con el inestimable aporte de Luis Priano: Silvia murió hace un par de semanas». Falleció en Buenos Aires en 1999.

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