Contador de historias, «el oficio más antiguo del mundo» -como decía-, y defensor de luchas sociales al punto de ser detenido por la dictadura de Pinochet, el escritor chileno Luis Sepúlveda lega una obra literaria marcada por la huella de los viajes y la naturaleza, y donde resuenan las heridas del pasado con la vitalidad que suponen las utopías, tan propias en su modo de llevar la vida como de escribir sus relatos, novelas y artículos.
Este escritor que reivindicaba el «oficio más antiguo: contar historias», era en sí mismo una leyenda, un artificio de relatos en los bordes de la ficción, que él mismo contaba como el gran narrador que era: a los 16 trabajó en un barco ballenero, combatió en Bolivia, fue guardaespaldas de Salvador Allende, dirigió una compañía teatral en Quito, trabajó como corresponsal de guerra en Angola, tuvo una tuberculosis que lo dejó inmóvil, fue camionero en Alemania y activista por la protección del medioambiente.
El autor de la celebrada novela «El viejo que leía novelas de amor», con más de 18 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, nació en Ovalle, Chile, en 1949. A los 13 años se sumó a las juventudes comunistas, lo que marcaría el inicio de una vocación por la igualdad social que ejecutó no sólo con su participación política sino también en su literatura, para él, a los escritores les tocaba ser «la voz de los olvidados».
Fue un gran admirador y colaboró con el ex presidente socialista Salvador Allende. Cuando el régimen de Augusto Pinochet tomó el poder, fue detenido y torturado, hasta que a fines de los 70 fue liberado por un reclamo de Amnistía Internacional. Una vez exiliado, el escritor no rescindió su contrato con las luchas que creía justas y se alistó en la Revolución Sandinista.
Vivió en comunidades indígenas del Amazonas y su vida nómade, impulsada por el exilio forzado, tomó un espíritu viajero con residencias en varios lugares de América Latina y Europa. El itinerario comenzó en Argentina de manera casi fortuita porque el destino era Suecia pero decidió quedarse en Buenos Aires, y la última parada fue en España, donde vivía desde la década del 90 años y donde finalmente murió por coronavirus.
Siempre recorriendo geografías y culturas (por caso, su novela «El viejo que leía novelas de amor» recupera su experiencia en la región amazónica), Sepúlveda reivindicaba su identidad chilena a pesar de no tener documento; en 2017 logró recuperar su nacionalidad pero, sin embargo, no volvió a radicarse en su país: «No hay nada que peor que la desesperanza», dijo en una entrevista al referirse a la Chile post Pinochet. Estaba tan en las antípodas del dictador que Sepúlveda contó que tenía preparada una botella de champán para celebrar la noticia de su muerte.
Esos valores políticos y utópicos también los trasladó para denunciar los peligros del daño al medio ambiente y su novelas, en ese sentido, tienen una impronta que las hace únicas: la de la naturaleza y la diversidad cultural, como en su más famosa novela «El viejo que leía novelas de amor», que cuenta la historia de Antonio José Bolívar Proaño, un hombre que aprende con los indios Shuar los secretos que atesora la selva en un pueblo remoto llamado «El idilio».
La novela, que vendió vendió 18 millones de ejemplares, se tradujo en varios idiomas y llegó al cine con guión del propio escritor, construye en sí misma una crítica contra la lesión que genera la humanidad al ecosistema natural y el medio ambiente, uno de las preocupaciones y temas que Sepúlveda instaló, novedosamente, en su literatura, con un registro magistral de la narración.
Otro libro clave de su obra es «Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar», dirigida a lectores de 8 a 88 años, como se subtitula ese clásico para muchas generaciones que lo leyeron, sobre todo, en la escuela. El libro narra las aventuras de Zorbas, un gato que cría un pichón de gaviota, luego de que su madre, la gaviota, queda atrapada en una ola de petróleo vertido en el mar.
También escribió las novelas «Mundo del fin del mundo» y «Nombre de torero», «Patagonia Express», «Desencuentros», «Diario de un killer sentimental», «El fin de la historia»; publicó artículos periodísticos y hasta incursionó en el mundo cinematográfico en el guión de la película «Tierra del fuego» y debutó como director con el film «No where», sobre la vida de varios presos políticos en el marco de las dictaduras que azotaron América Latina.
Como él mismo definió en una entrevista con Casa América, su obra tiende «puentes» entre su forma de ver el mundo y narrar la literatura: «Tengo una vinculación muy ética con la vida y esa vinculación me lleva a participar socialmente, y al mismo tiempo en la literatura me vinculo con la belleza. Yo establezco puentes, le doy a mi literatura la misma carga ética con la cual me enfrento a la vida, y a la vida la misma carga estética con la cual me confronto a la literatura»