por Irene Lebrusán Murillo
Como sabemos, el número de personas mayores en la sociedad aumenta; lo hace cada año y las proyecciones señalan que seguirá aumentando. Esto es resultado, por un lado, del acceso al selecto grupo de la vejez de cohortes (grupos de población nacidos el mismo año) que son más numerosas y, por otro, de que más personas llegan a la vejez; pero, además, las personas que llegan a la vejez permanecen “allí” durante más tiempo. En España, los datos provisionales de 2024 señalan que más de 10 millones de personas son mayores de 65 años. De estas personas, más del 56% son mujeres y, debido a la mayor esperanza de vida de las mujeres, este porcentaje aumenta a medida que lo hace la edad.
Estas personas en edad de jubilación se encuentran protegidas por el sistema de las pensiones, lo que implica que cuentan con ingresos regulares (con enormes desigualdades, como vimos aquí). Sin embargo, y a pesar de esta regularidad de ingresos, los datos señalan que 1 de cada 5 de estas personas está en situación de pobreza o de exclusión social (datos EAPN-ES). Este indicador no contiene solo indicadores monetarios (nivel de renta). Esta tasa no se reparte por igual entre hombres y mujeres, sino que alcanza valores del 15,8% para ellos y del 20,3% para ellas. Esto concuerda con la idea de que la pobreza tiene rostro de mujer: a todas las edades, ellas son más pobres que ellos. Pero ¿cómo puede ser que ante un sistema de pensiones universal ellas presenten mayor pobreza? Las pensiones de las mujeres son más bajas, de media, que las de los hombres. ¿Por qué las mujeres cobran pensiones más bajas, incluso cuando analizamos las contributivas que no son de supervivencia, sino las que se generan por derecho propio y no derivado? No es una pregunta retórica (podría serlo) aunque sí muy larga. Detrás de esta desigualdad hay una explicación que tiene que ver con el sistema, por un lado, y con las trayectorias laborales de hombres y mujeres (afectadas, claro, por el sistema). Cabe aquí recordar que las cosas no suceden en el vacío, sino que se ven modificadas, influenciadas, por lo que ocurre a nuestro alrededor, con el orden del mundo y, en definitiva, con las estructuras sociales. En un mundo que busca la responsabilidad individual continua, se nos olvida que nuestros comportamientos, sus causas y resultados se entretejen en una estructura. Es lo que, por ejemplo, Mills señala cuando diferencia entre las inquietudes y los problemas sociales. Pero dejemos al sociólogo y vayamos a la cuestión que nos ocupa.
La respuesta corta a la larga pregunta que yo planteé es que el sistema de pensiones presenta un claro sesgo de género: los criterios de admisión para el cobro de determinadas prestaciones han sido concebidos a partir de los modelos masculinos de participación en el mercado laboral. ¿Qué quiere decir esto? Que los sistemas de pensiones (y los requisitos de acceso, más concretamente) se diseñan pensando en carreras laborales sin interrupciones y sin abandonos temporales (sean más o menos largos) que pueden ser o no “elegidos”. El abandono no elegido puede ser, por ejemplo, resultado de un despido. Más duda me cabe acerca de cómo de elegido es abandonar un trabajo porque tiene hijos, porque nuestros padres enferman o, en definitiva, porque surge a nuestro alrededor la necesidad de cuidados. Estos sistemas de pensiones están, además, diseñados para personas con contrato legal (es decir, cotizando) y con salarios superiores al mínimo interprofesional. Además, y en lo que refiere a las cantidades (se cobra “la pensión que se merece”), olvida que las mujeres perciben menor salario a igual trabajo, incluso cuando se analiza la brecha salarial ajustada (por si hay dudas, esto no me lo invento yo, sino que lo señalan Anghel, Conde-Ruiz y De Artíñano en uno de sus análisis). Además, olvida también que se produce una fuerte desigualdad ocupacional, tanto horizontal u ocupacional (tendencia a que los hombres y las mujeres desempeñen profesiones distintas) como vertical (como sería el desigual reparto de los puestos directivos). En este diseño, también se olvidan fenómenos como el suelo pegajoso (sticky floor) que alude al modelo de empleo discriminatorio que mantiene a las mujeres en los puestos más bajos de la escala laboral, con una escasa movilidad y muchas barreras para la promoción profesional o el denominado techo de cristal. Tampoco conviene olvidar que los trabajos de las mujeres se concentran en mayor medida en sectores más precarios y con menor protección social, más relacionadas con la informalidad y la no cotización. Enmarquemos todo esto, además, en la cuestión feminizada de los cuidados: los hombres participan más en el cuidado (de los niños, no tanto de los mayores) pero tradicionalmente han sido ellas quienes han cargado sobre sus hombros las obligaciones derivadas del cuidado, asumiendo con ello todas las consecuencias negativas que esto ha tenido sobre su trabajo, promoción laboral, etcétera.
Pero, sobre todo, olvida la historia vivida por quienes hoy tienen más de 65 años: estas mujeres se enfrentaron a una fuerte socialización de género que consideraba que la misión de la mujer era servir en el hogar y a un sistema que impuso numerosas barreras laborales a la mujer casada (sobre esto hablo aquí). Las mujeres que hoy forman parte de las jubiladas (quizá en menor medida las más jóvenes del grupo) fueron expulsadas del mercado laboral a través de diferentes mecanismos, como fueron la excedencia forzosa por matrimonio (trabajar era una “cuestión de señoritas y no de señoras”) o la tutela marital (necesitabas permiso de tu marido para poder trabajar, quien además podía reclamar tu sueldo a tu empleador). Además, era muy difícil trabajar (especialmente en épocas con gran desempleo; las mujeres eran las primeras en ser despedidas y las últimas en ser contratadas) y pocas podían recibir formación para acceder a buenos empleos. En algunos empleos, directamente, estaba prohibida la presencia de mujeres. Podemos ver los resultados de manera clara si analizamos los datos: en 1960 sólo el 15,2 % de los trabajadores eran mujeres, y la mayoría de ellas en trabajos poco remunerados y sin contrato. Tampoco cobraban igual por el mismo trabajo: en España, la ley de igualdad de salarios entre hombres y mujeres no se aprobó hasta 1980 y solo en 1985 se dejó de otorgar dinero por esposa (costumbre que motivaba que las mujeres no trabajasen fuera del hogar). Además, que la mujer trabajase fuera de casa no estaba bien visto, y esta idea permaneció en el imaginario y en la cultura española durante mucho tiempo: finales de los 90 casi la mitad de la población española seguía opinando que la mujer casada no debía trabajar salvo extrema necesidad (lo señalaba en 1990 el informe CIRES).
Así, la forma de cálculo para tener derecho a una pensión no estaría teniendo en cuenta estas cuestiones. Si el sistema expulsó a las mujeres, tampoco el sistema pensional supo corregir esta cuestión, ni en su diseño ni en sus modificaciones posteriores. En este sentido, la política social estaría definiendo quiénes son merecedores de protección y quienes no lo son, perpetuando así las divisiones sociales existentes.
Esta es la situación de la vejez actual, pero ¿cómo será la de la vejez futura? Algunas cuestiones, sabemos, han cambiado. Pero, si queremos que esta desigualdad de género en la vejez no perviva en las generaciones venideras, necesitamos ahondar en cuestiones más profundas. En primer lugar, tendremos que empezar por el origen de la desigualdad en el funcionamiento del mercado de trabajo. Además, y de forma pareja, será necesaria una revalorización social de los cuidados (de esto hablaremos en otro momento con profundidad).
En definitiva, las mujeres han sido más castigadas por la temporalidad y parcialidad no deseadas resultado de su obligación (sentida o explícita) de realizar trabajos de cuidado, tanto a los más pequeños (a pesar de los cambios y de los avances normativos, el 89,9% de las excedencias por cuidado de hijos lo protagonizan las madres) como a los mayores y a aquellas personas que necesitan cuidados a lo largo de toda su vida. Entra aquí una cuestión añadida como es la de revalorizar los cuidados, lo que requiere impulsar una presencia equitativa de género en el sector de cuidado tanto formal como informal.
Los cuidados sostienen la vida, la sociedad y son imprescindibles para el funcionamiento de todo lo demás, pero no pueden apoyarse solo sobre los hombros (y los esfuerzos, las penas y las renuncias) de las mujeres. Otras cuestiones necesitarán también ser trabajadas (el techo de cristal, la segregación ocupacional, menor salario a igual trabajo, como vimos), pero sin duda tenemos que empezar por alguna.