Arrabal u “orilla”, así se denominó a los confines de la ciudad de Buenos Aires a principios del siglo pasado. Eran una mezcla de campo y rancherío, con calles de barro, pastizales altos y una caótica distribución de las viviendas, en su mayoría construcciones de chapas o tolderías. Tierra de cuchilleros, malandrines, fugitivos, y también en la cuna del tango. Barrio clandestino enclavado en el corazón de los barrios oficiales donde convivían negros, mulatos, inmigrantes, ex presidiarios, desclasados, fugitivos y prostitutas.
Recoleta contó con su arrabal u orilla, se emplazaba en la trilogía que abarca el Hospital Rivadavia, el cementerio de la Recoleta y la Penitenciaría Nacional. Allí, se batían a duelos celebrados matones de la época, para ganarse el respeto de quienes habitaban ese pedazo de territorio comprendido entre las avenidas que hoy conforman el área residencial más onerosa de la ciudad: Pueyrredón, Las Heras, Coronel Díaz y Libertador.
Otra curiosidad fue la denominación que se le dio a la zona “Tierra del Fuego”, en alusión al Presidio de Ushuaia. Se dice que en el lugar recalaban marginales, ex convictos y delincuentes de toda clase. Lo cierto es que el barrio más exclusivo de la ciudad, tuvo también su zona oscura, donde alternaban rufianes, matarifes y carreros, con vagabundos, pendencieros y asesinos, que no dudaban en lesionar o matar al candidato elegido, sea de un ladrillazo en la cabeza o de una puñalada, para robarle lo que llevara encima.
Los habitantes de la “Tierra del Fuego”, vivían en carpas o habitaciones precarias, elevadas, para evitar el agua durante las crecidas del Río de la Plata. Las discusiones por cualquier motivo, finalizaban a los palos o a puñaladas. Se decía que cuando alguno de los guapos caminaba por sus veredas, balanceándose, decía al encontrarse con alguien: “Hágase a un lao, se lo ruego/ que soy de la Tierra ‘el Juego”.
Jorge Luis Borges lo inmortalizó en su prosa haciendo pormenorizada descripción de ese lugar: “Bajando por la calle de Chavango (hoy, Las Heras) el último boliche del camino era La Primera Luz, nombre que a pesar de eludir sus madrugadores hábitos, deja una impresión justa de ciertas calles atascadas sin nadie y al fin a las cansadas vueltas, una humana luz de almacén. Entre los fondos del cementerio colorado del Norte y los de la Penitenciaría, se iba incorporando del polvo un suburbio chato y despedazado, sin revocar; su notoria denominación, la Tierra del Fuego. Escombros del principio, esquinas de agresión o soledad, hombres furtivos que se llaman silbando y que se dispersan de golpe en la noche lateral de los callejones nombraban su carácter. El barrio era una esquina final. Un malevaje a caballo, un malevaje de chambergo mitrero sobre los ojos y de apaisada bombacha, sostenía por inercia o por impulsión una guerra de duelos individuales con la policía. La hoja del peleador orillero sin ser tan larga -era lujo de valientes usarla corta- era de mejor temple que el machete adquirido por el Estado, vale decir con predilección del costo más alto y el material más ruin. La dirigía un brazo más ganoso que atropellador, mejor conocedor de los rumbos instantáneos del entrevero. Por la sola virtud de la rima ha sobrevivido a un desgaste de cuarenta años un rato de ese empuje: Hágase a un lao se lo ruego, que soy de la Tierra’el Juego.
No solo de peleas: esa frontera era de guitarras también”.