«Estamos ante el fin del modelo de la casta, basado en esa atrocidad de que donde hay una necesidad nace un derecho, pero se olvidan de que alguien lo tiene que pagar. Cuya máxima aberración es la justicia social, pero se olvidan de que es injusto que la paguen solo algunos», clamaba exultante la noche del domingo Javier Milei, tras alzarse con el 30% de los votos en las Paso, convirtiéndose en el candidato presidencial más votado del país.
No cabe duda de que este discurso es tan aterrador como el resultado de las Paso. Hay que considerar que el hartazgo del electorado es proporcional al relajo de los referentes tradicionales, a la falta de democracia interna dentro de sus propios partidos, a la miopía política y la más absoluta ineptitud para comprender a la ciudadanía. Ya no se gobierna para la gente sino para satisfacer las demandas del Fondo Monetario Internacional, de las corporaciones que saquean nuestros recursos naturales, del consorcio inmobiliario que se apropia de la tierra y arroja a las grandes mayorías a una vida miserable.
Cuando los políticos convierten a los ciudadanos con una variable, toda la estructura democrática entra en peligro. Aparecen los agoreros de la libertad individual, peligrosos seres infectos de odio contagioso. En un sistema donde la competencia es la norma, las frustraciones son más fáciles de permear no a través de la razón sino del odio.
Y es odio lo que subyace en cada discurso del candidato presidencial que se alcanzó con el podio el pasado domingo. No solo en el discurso de Milei. Quien lo secunda en la contienda Patricia Bullrich tiene la misma tónica discursiva. Y, con cierto sigilo, el gran perdedor, Horacio Rodríguez Larreta, va en la misma línea. En su afán de consolidar la extracción de litio en manos de capitales extranjeros, su compañero de fórmula y gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, hace meses viene reprimiendo impiadosamente a su pueblo. La diferencia entre ellos y Massa, el candidato oficialista, radica en que este último no manifiesta lo que piensa; lo demuestra en pésimo desempeño como ministro de economía. La inflación creciente, la suba indiscriminada de dólar y un índice de pobreza que supera el 50% son la clara muestra de su vocación entreguista ¿Y la izquierda? La izquierda sigue siendo una utopía. El sueño de una elite de iluminados que no se atreven a ver más allá de sus propios prejuicios. Hacen poco para intentar crecer y gastan demasiada energía en reyertas internas tan estériles como inútiles
En cuarenta años de democracia no hemos tenido sosiego. No lo ha habido porque cada gobierno electo ha tenido como prioridad ajustar las clavijas para que el perverso sistema neoliberal siga funcionando en lugar de procurar el bienestar genuino y duradero del pueblo.
Ante este panorama, los comicios del domingo dan cuenta que problema de fondo sobrepasa lo electoral. Los resultados son solo la punta del iceberg de un sistema capitalista depredador y de un formato democrático representativo y delegativo que termina sin representar a las mayorías.
Con esta democracia ni se come, ni se educa, ni se sana, tampoco se alquila, ni se vive, ni se trabaja dignamente y mucho menos tener una vivienda o un terreno.
Hace tiempo políticos, que se dicen populares, erradicaron de sus discursos los conceptos de liberación, imperialismo o de oligarquía. No están dispuestos a enfrentar a los poderes que oprimen al pueblo. Y, en la medida que siga proyectado una convivencia pacífica con el enemigo, mientras ese enemigo nos mata de hambre o a palos.
En el vacío de propuestas, coraje y convicciones anida el fascismo. Y ese fascismo dejó de ser una idea para tomar cuerpo. Se hizo voto en los miles de jóvenes a los que esta democracia no les ofrece ni certezas, ni trabajo, ni futuro. Lejos de ser seductor, el discurso liberal es temerario, un peligroso mecanismo de catarsis que devendrá en más miseria, violencia y represión.